1.5.09

Express

Su mirada intermitente sobre los langostinos flameados era mucho más que moribunda. No veía su plato porque solo podía pensar en que ya no sentía nada de todo lo que estaba escuchando. “More wine, mum?” “Yes, dear”. Varias American Express de distintos colores y una casa en Las Rocosas donde morirá dentro de dos años, aunque ella aun no lo sabe, era todo lo que había conseguido consagrándose al sagrado patrimonio de su cultura. Su pelo dorado, tostado, atigrado y enroscado sobre si mismo a través de un bucle apretado al cráneo, era el perfecto escenario para la última espiral vital que padeciera o la primera de la que tuviera conciencia. Conciencia... como le dolía esa parte la voz ante aquellas brochetas sucosas que no podían saber a nada más que a sus pastillas de colores; todos sus esfuerzos por esforzarse resultaron vanos, y la otra persona decidió repetir su pregunta: “¿qué es lo que más te ha gustado de tu visita a Barcelona?” Ya no tiene ningún sentido que lo intente, me doy cuenta. El camarero trajo más pan del tipo que le habíamos pedido al principio, el que siempre le pido porque sé que es el mejor y porque sé que a él le gusta que le pida el mejor. Aun no sé como se llama, ya ha dicho dos veces que va a pagar la cuenta y nunca voy a saber cómo se llama. Su hija me cae muy bien, maldita sea, uno no puede sacar conclusiones a la ligera sin equivocarse. Ha dicho que lo que más le ha gustado han sido los museos y la arquitectura, y que cogerá un taxi para volver a casa porque “my feet are killing me...”. También ha dicho que “at home, we don't eat that kind of things... but it's nice”. At home es una frase echa que utilizan los ciudadanos estadounidenses que se encuentran fuera de estados unidos para referirse a estados unidos; that kind of things es una frase echa que se refería a una tapa de criadillas de toro camufladas con una fina lencería de cebolla frita; y but it's nice acabó significando un bostezo previo copazo de vino y cambio de plato. Al margen de todo, el brillo de sus ojos. Eso era lo que no me dejaba disfrutar de la velada. El brillo de sus ojos se escurría preso de la gravedad de la ley, buscando el centro de la Tierra, rodando mejillas abajo, arrojándose a la mesa desde el borde de una retina de cristal de murano incapaz de llorar.