En un cubil minúsculo
mis compañeros
y yo
somos amamantados por 4 computadoras
de
cuya veterana experiencia otorga a sus pantallas
un resplandor provocativo
que desafía cualquier fase convencional
de longevidad tecnológica según el canon occidental
que rige la trayectoria de nuestra cadencia infinita.
Nos miro
y veo ocho seres en perfecta comunión:
ahí están ellas calientes encendidas
transpirando bites y dando leche
como las mejores lobas,
y aquí nosotros
cerrados permeables
encogidos estirados
aspirando-a-ser y chupando sabia
como las mejores larvas.
El mundo está tranquilo
quieto
descansando
en su lugar
debajo de la hierva.
Sin embargo
un ruido frío vacío
glauco universal
viola la caracola de mi oído,
y puedo oler el dióxido de odio que
se engarza en las placas de mi cráneo
a causa de sus residuos,
-los residuos de ese sonido tan gris
que esteriliza el gas que masticamos
mis compañeros
y yo-.
Demasiado azúcar para pasar el mal trago.
Ahora las horas saben mucho peor.
Golpeamos las teclas
porque ellas tienen la culpa
de todo el lodo
cuajado a nuestros pies
y no es que quiera marcharme
es que necesito irme
dónde la radio no exista
dónde no haya corbatas ni faxes ni reyes
dónde sin citas ingratas
los minutos
rimen
más allá del findesemana
porque aquí todos esperan que lleguen los viernes
y que Venus se lleve sus nervios
al crematorio
pero yo solo quiero que venga
el sábados29denoviembresobrelascuatrodelatarde
o cualquier otro día
que se le parezca
mucho.
Todo tiene un precio.
Sale muy caro trabajar por dinero.
